Sí, «Los
papeles de Walter Benjamin» llegaron a la Casa de León en Madrid el día
26 de junio, de la generosa mano de Pilar Pacho y Ana López. De
ello han dado fe algunos medios: https://www.heraldodeleon.es/articulo/cultura/demetrio-fernandez-presenta-casa-leon-madrid-nueva-novela-walter-benjamin/20250627110659034391.html?utm_medium=social&utm_source=whatsapp&utm_campaign=share_button.
En la
grata compañía de muchos leoneses y de otros que ejercieron como si lo fuesen
de toda la vida (pueden verse las dieciocho imágenes que José Rodríguez
hizo del acto, para dar cuenta de ello; aunque tendrás que acceder a Facebook
para ello: https://www.facebook.com/demetrio.fernandezgonzalez): Mercedes
Galeano, Antonio Feliz, Eladio Rodríguez, Santiago Sánchez,
Teodora Risco, Elena Rodríguez, Ángel Pajín y Beatriz,
Teresa Allende, Alberto López, Miguel Ángel Martínez…).
El bueno
de José Manuel Querol –¡cuánto sabe José Manuel, da gusto oírle y admirarle!:
literatura como constructo; multiplicidad; segunda persona inquietante que interpela; intertextualidad–,
y este humilde escritor reflexionamos sobre el legado de Walter Benjamin, sobre
el proceso de creación de la obra literaria en estos tiempos de ruido y furia,
sobre cómo las ideas de Benjamin han contribuido a configurar la modernidad y
sobre otros asuntos varios.
Y este
chico de provincias, que se vino a la Casa de León en Madrid hace ya cincuenta
años –¡cómo pasa el tiempo, cuando de casi todo hace ya cincuenta años!–, contó
algunas peripecias de cuando érase una vez que se era un hombre ya muy
viejecito que agonizaba en el Hospital La Paz y al que algunos no le dejaban
morir a gusto ni querían que se muriera mientras aquel chaval de provincias
iniciaba los estudios de Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de
Madrid (Fernando Lázaro Carreter, Juan Manuel Rozas, Violeta de Monte,
Francisco Abad, Ignacio Bosque, Ramón Sarmiento, Antonio
Rey y compañía, ya sabes).
Y el chaval de provincias contó que su sueño era llegar a Madrid, a la villa y corte, al lugar donde se ata a los perros con longaniza y donde se forjan los escritores y estos alcanzan la fama pública. Y enseguida logró que Ernesto Escapa le invitara a la tertulia vespertina que se realizaba en aquel momento en la Casa de León, en la calle del Pez, con Jesús Torbado, Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio y tutti quanti.
Todos
los tertulianos alrededor de una mesa en la vieja Casa de León, con un café o
un carajillo en una mano y mucho humo alrededor. Y, en medio de la mesa, una sempiterna
botella de coñac (¿Garvey?, ¿acaso Soberano?, ¿puede que Fundador?). Todos
bebiendo coñac como cosacos, como si no hubiese un mañana. Yo, defendiendo como
podía que a mis pocos años de chico de provincias ya publicaba reseñas
literarias en «Informaciones», el periódico vespertino de la época, que
entonces dirigía Emilio Romero. El bueno de Pedro Miguel Lamet
había logrado tal prodigio: y allí, un jueves por la tarde, qué bien lo
recuerdo, apareció mi primera crítica, dedicada a «La noche que llegué al
café Gijón» de Francisco Umbral. Y luego siguieron otras dedicadas
al brasileño Autran Dourado y a todo aquel que cayó en mis manos –¡qué
grato era para aquel chaval de provincias, pelo largo y vaquero sucio algo
raído, acercarse a la sede del periódico a la calle de la Madera, ascender
hasta la primera planta y salir con unas decenas de pesetas en efectivo en la
mano: ¡un capital, entones, para quien nada tenía!–.
Aunque
el grupo de escritores leoneses me acogía en su generoso seno y, a la hora
pagar, no me dejaba pagar a escote –¡que el chico de provincias crezca primero,
que para pertenecer al gremio de escritores leoneses, denominado la mafia
leonesa, primero hay que haber publicado un libro, me reiteraba José María
Merino: «¡Y tú no has publicado ninguno!», me apuntaba, inmisericorde, con
el dedo.
De nada
servía indicarles que en León me había enseñado Lengua española durante dos
años en Bachillerato don Miguel Díez, el hermano de Luis Mateo; o
que me había dado clases de Dibujo el tío cura de Andrés Trapiello –¡el
único suspenso en toda mi vida!–; o que Julio Llamazares se acercaba a
veces hasta Villahibiera para escribir o para contemplar el Puente Blanco sobre
el río Corcos, ya que no sobre el Esla. «No, primero hay que publicar un libro;
aunque puedes beber coñac gratis, que nosotros te invitamos».
Y
tampoco habría servido de nada que les hablara de «Claraboya» y de José
Antonio Llamas –¡y no amanece!, que el viejecito que agonizaba en el
hospital La Paz no moría ni a tiros– o de Agustín Delgado (con quien
luego coincidí en la Inspección Central del Ministerio de Educación); o de «Espadaña»
y de Victoriano Crémer (conservo algunas de las cartas manuscritas que este
me enviaba); o que coincidí en mi primer año de profesor dando clases con Rogelio
Blanco. O que les anunciara, que ya era mucho predecir, lo que iba a ser «La
negrilla» del villahibierense Amancio González.
De modo
que aquel chico de provincias que aspiraba a ser escritor en la villa y corte al
que invitaban a coñac en la Casa de León en Madrid tuvo que dejar sus sueños de
escritor y convertirse en catedrático de Lengua y Literatura, en marido de
Mercedes, o en padre de Arturo y de María, y dedicarse a escribir sobre
proyectos curriculares y la organización de los centros docentes o sobre el procedimiento
administrativo aplicado a las instituciones docentes y hasta a ejercer como
Inspector de Educación y asumir diversas responsabilidades públicas, o
convertirse en Agregado de Educación en la embajada de España en Praga y tantas
otras cosas que le ayudaran a sobrevivir durante las pasadas décadas.
Aunque, cincuenta
años después de todo aquello, sin que se haya formado pelotón de fusilamiento
alguno ni tenga que recordar la tarde en que su padre le llevara a conocer el
hielo –que los leoneses bien conocemos el hielo desde niños, ¡y sabemos muy
bien qué son los sabañones del frío invierno!–, ni asumir el nombre de Aureliano
Buendía, después de «Sinfonía de Praga» hace siete años, después de «Los
papeles de Walter Benjamin» ahora y después de lo que vendrá («La
alegría de vivir»), ¿ya me admitirán en el gremio, digo en la mafia de
escritores leoneses?
Y para
más mérito leonés les diré que hace unos días «Los papeles de Walter
Benjamin» llegaron hasta París (donde el bueno de Justo Zambrana,
que no es leonés pero como si lo fuese, porque está casado con una leonesa,
acogió a los «Papeles» en el Colegio de España en París); o que el
próximo 9 de octubre ya hay fecha señalada para que dos leoneses, Marifé
Santiago Bolaños y Julio Llamazares reflexionen junto con este autor
en el Ateneo de Madrid sobre el legado de Walter Benjamin, paradigma de la
modernidad.
O que Reyes
Mate, aunque vallisoletano –que no hay que confundir con leonés–, uno de
los pioneros benjaminianos en España desde los años sesenta, después de leer
los «Papeles», escriba a su autor para felicitarlo y le agradezca una
“composición coral, tan creativa y enriquecedora”.
¿Habrá
llegado ya el momento de que este chico de provincias…? ¿O es que en los nidos
de antaño…?
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