17/8/21

Hay otros mundos, ¡y están en este!

 

 

Fruto del ocio jubilar, con no poco esfuerzo y meritoria voluntad en el empeño, Sindo, hijo del pueblo, nos ha regalado a los villahibierenses una extraordinaria colección de diminutas herramientas, utensilios y miniaturas que nos hacen recordar lo que fuimos, lo que somos – tal como hemos escrito y publicado: «Somos lo que somos, / lo sabes bien; / somos lo que fuimos, / lo que unos y otros nos ayudaron a ser» (De «Esta es la vida»)–, y que nos retrotraen a aquellas tareas que día a día, en un pasado no tan lejano, hacíamos en las labores del campo o en las casas y cuadras y que nos permitieron salir adelante.

 

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En el vídeo que nos brinda Sindo podréis recrearos con el escabuche, el volquete, la criba, el celemín, el honcejo (nosotros le llamábamos “hocejo”, y así lo llama Sindo todavía hoy), el arado, la artesa para la matanza, el duerno, la garlopa, la guadaña, el gachapo, la bielda, el botijo (¡No, Sindo, no; tú no decías “botijo”, que decías “barril” en aquellos tiempos recordados, como así le decíamos entonces todos los villahibierenses!), la hoz, la esquila, el horno, el arca para las hogazas de pan de dos kilos, la ceranda, la cazuela de pereruela, el escriño, el reclinatorio, Porfirio en la fragua, que estaba situada al lado del Caño, herrando una vaca, las trébedes, la olla de barro para el adobo, la lechera para entregar la leche en casa de Marcelina, el lagar, el arado de hierro, el trillo, el aparvadero y tantas y tantas otras realidades que a nuestro encuentro ha venido a acercar Sindo ahora.

Y hasta podéis imaginar a Mari Puri haciendo de las suyas, o a Rosa friega que te friega, o a Maruja peleando una vez más con las sopurrias de todos los días y los garbanzurrios de siempre, para que la señora Berta le dijera que no se levantaba de la mesa hasta que el plato no estuviera tan limpio como la patena de don Abel. O, puestos a recordar, rememorar las perronas y hasta las perrinas que nos permitían comprar una natina en casa de Petra o en el bar de Adrián ¡Ay, tiempos aquellos, que no son estos! ¿O sí?

O recordar aquella economía de trueque, llevando a casa de Petra una docena de huevos de gallina para cambiarla por un litro de aceite de oliva a granel, o ir al molino de Mundo con un saco de grano de cebada o de centeno y en pago de la molienda una parte de la harina se la quedaba el molinero, o la iguala o avenencia (“venencia” decíamos entonces) con el médico o el veterinario mediante una cantidad de grano cuando se recogía la cosecha para ser atendidos por ellos durante todo el año, o intercambiar una vez un cesto de patatas por un cesto de naranjas –¡Cómo la gozamos en aquella ocasión! Claro, hay que saber que una naranja formaba parte de nuestro regalo de Reyes–. ¡Esa es la vida que hemos vivido!

Tiempos aquellos de labranza hecha a mano, de sudor en la frente, de aperos movidos por el esfuerzo de los hombres y mujeres de Villahibiera, que no eran muy distintos de los hombres y mujeres de tantos otros pueblos de nuestra España, de esa España vacía y vaciada: Seres humanos firmes, vigorosos, recios, curtidos por el sol, enhiestos a pesar de la adversidad o de las inclemencias del tiempo o de los embates de la naturaleza; con sus ojos dirigidos a lo lejos, hacia arriba, hacia el cielo; con mentalidad religiosa acendrada y escrutando la naturaleza –mirando hacia el horizonte para adivinar si iba llover o si ya escampaba, si iba a hacer sol o si iba a helar esa noche–; y asentados firmemente en la tierra inmisericorde, desangrada y aleve de Piconariz o del Páramo, de La Solana o de Las Pedrosas, de Valdelasyeguas o de Camperas, confundiendo memoria y deseo, como hemos escrito en el poema “Oh, tiempos aquellos…”, remembranza de la Semana Santa de Villahibiera.

Hombres y mujeres villahibierenses que festejaban como se merecía cuando llegaba un recién nacido a la familia; que, si es verdad que era una boca más que alimentar, eran dos manos más que contribuirían al sostenimiento de la familia en aquellos tiempos nada fáciles.

Aperos de labranza y herramientas variadas las que nos trae Sindo, que se habían mantenido durante siglos y siglos sin modificación alguna –¿un arado romano en el siglo XX? Tal cual; todo él de madera, con una simple reja en punta para abrir la tierra–. Aperos de labranza y herramientas de tiempos donde no se conocía la máquina. Aún recordamos bien el primer tractor que llegó al pueblo –¡a casa de Alipio!–, la primera televisión –¡al bar de Adrián!–, la primera cosechadora –¡los Tesis!–. Tiempos aquellos, no tan dichosos, donde no existía tanta maquinaria específica para la realización de las diversas labores agrícolas que la mecanización de la agricultura ha traído, ni palabras como “lavadora”, “microondas”, “lavavajillas” y tantas otras que luego han venido a acompañarnos y a hacernos la vida más fácil. Tiempos aquellos a los que asociamos la primera vez que entramos en un ascensor, la primera vez que subimos y bajamos cien veces en las escaleras mecánicas (¡cosas de El Corte Inglés!), el momento en el que vimos por primera vez el tren o cuando llegamos a conocer el mar, ¡por fin!, ese inmenso mar que nos sobrecogía.

Y entonces recuerdas cómo Padre te iba dando cada vez aquella herramienta con la que mejor pudieras trabajar y cooperar al sostenimiento familiar. De ese modo si ya eras capaz de manejar un escabuche no te quedabas con una zoleta, o si podías con una horca no trabajabas con un horquín de tres dientes. ¡Ay, y qué satisfacción la primera vez que Padre te permitió utilizar la guadaña y segar a su lado! ¡Qué enhiesto y pimpante, todo un mozo, retornaste aquella tarde a casa, con la guadaña al hombro, apuntando hacia el cielo!

Y recuerdas muy bien aquel día en que Padre te dijo, después de enganchar al yugo a la Carbonera y a la Bura, que fueras tú solo a arar una tierra que teníais en el Sendero de los Lobos, no lejos del Puente Blanco, cerca de la confluencia del Corcos y el Esla. Él te puso en casa el arado de hierro encima del yugo de las vacas, lo demás ya corría de tu cuenta. No fue tarea nada fácil bajar el arado del yugo al llegar al lugar de trabajo: Primero, subir la rueda del arado al máximo, hacer que las vacas metieran sus patas delanteras en una presa de riego y luego, desde lo alto, bien empinado, con las ansias de un mozalbete que aspiraba a ser adulto, lograr bajar el arado del yugo. Y después de arar la tierra, una vez acabada la faena, más complicada resultó la operación inversa que tenía que realizar: Había que volver a subir el arado encima del yugo para retornar a casa, cuando ya la noche se aproximaba rauda. El cansancio de una larga jornada arando había menguado mis fuerzas y me costó mucha voluntad y esfuerzo y bastante ingenio lograr el cometido y así poder regresar a casa, feliz y dichoso: ¡Ya era un hombre! ¡Que se chinche Joselito, que yo ya podía ir a arar solo y a él su padre todavía no le dejaba!

Hay otros mundos, pero están en este, como tú y yo sabemos muy bien. Porque un día anduvimos unos cuantos pasos, no sé si hacia Herreros o en dirección a Villaverde la Chiquita o hacia Valdepolo –¿o fue caminando hacia Sahechores, Quintana de Rueda o Gradefes a cortejar a las mozas?– y descubrimos que al “barril” ellos le llamaban “botijo” (si es que no “búcaro”, “pipo”, “pipote”, “piporro”, “pimporro”, “barrila” o “piche”), a la “bielda” la llamaban “garia” o “gario”, a la “pusla” le decían “poisa”, y así a tantas realidades cotidianas con las que habíamos convivido durante toda la vida y que nos generaron inseguridad y anularon en gran manera nuestras más acendradas certezas. ¿Así sucedería con todo?

Y fuimos más lejos, esta vez en dirección a Mansilla de las Mulas y descubrimos que al “escabuche” había que llamarle “azada”, que la pesada “carrilla” de madera del señor Demetrio Ramos que bien conocíamos se había convertido en la “carretilla” metálica y grácil con una saltarina rueda de goma –¡ay, el señor Demetrio Ramos, siempre ponderando a Su Excelencia, el Generalísimo, ¡rediós!, si mal no recuerdo–.

O, yendo más lejos todavía, a nuestro queridísimo “gocho” de toda la vida –¡ay, gocho, cuánto te debemos!– nos lo convertían en “puerco”, en “cochino”, en “marrano”, en “cebón” y en no sé cuántas cosas más. ¡Sería posible! Y ya llegando a León a estudiar –¡Estudiad, hijos míos, porque aquí ya sabéis lo que tenéis, aquí ya sabéis lo que os espera!, decían Padre y Madre a sus cinco hijos una y otra vez–, por fin comprendimos que a nuestro “gocho” de toda la vida había que llamarle “cerdo” y no de otra cualquier manera. Y así lo hicimos –y si bien miras el vídeo, “cerdo” le llama Sindo en su presentación, aunque él y todos los de su generación y sus ancestros y los ancestros de sus ancestros y todos los míos “gocho” le llamaron durante siglos y siglos–.

Y fue entonces cuando te diste cuenta de que lo que siempre eran “Padre” y “Madre” y que se merecían un “usted” bien respetuoso y sincero de nuestra parte se convertían en “Papá” y “Mamá” en aquellas gentes urbanas y modernas, que tenían otra forma de relacionarse en el ámbito familiar. ¡Y hasta tuteaban a unos y otros y les llamaban de “tú” a sus padres! ¡Habrase visto tamaña cosa! Y no les hablaras a ninguno de aquellos urbanitas de “labradores”, que no entendían muy bien lo que eso era; acaso, si hacían un poco de esfuerzo, podían llegar a entender lo que eran los “agricultores”, pero nada más.

¿La realidad es una, o acaso es proteica y multiforme como una novela de autoficción, que da a mil caras a la vez, sin que nunca tengamos seguridad plena de en qué mundo nos movemos?

En estos días veraniegos, cuando retornamos durante unos breves momentos a Villahibiera, como muy bien escribía Julio Llamazares en El País del pasado 17 de julio, volvemos, sí, como todos los veranos, a nuestra tierra natal, a nuestro pueblo a convivir durante unos días con nuestras gentes para descubrir que todo sigue igual, pero nada es ya lo mismo porque uno ya no es el mismo que fue –Por cierto que Julio Llamazares sabe mucho de Villahibiera y de los villahibierenses, y en nuestro pueblo ha pasado muchos días de escritura creativa y de retiro interior, habitado por sus pensamientos, si bien recuerdo lo que un día me dijo en Praga cuando me contó que la casita solitaria de Carromanzana, esa casita que era de la familia del señor Quirico, le había acogido, generosa, en diversas ocasiones–.

O dicho de otra manera, como bien escribió Montaigne: “Yo ahora y yo hace un momento somos dos” (Los ensayos, Acantilado: III, 9, p. 1437). Así somos, así queremos seguir siendo, en estos mundos tan multiformes y tan nuestros.

 

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