Fruto
del ocio jubilar, con no poco esfuerzo y meritoria voluntad en el empeño,
Sindo, hijo del pueblo, nos ha regalado a los villahibierenses una
extraordinaria colección de diminutas herramientas, utensilios y miniaturas que
nos hacen recordar lo que fuimos, lo que somos – tal como hemos escrito y
publicado: «Somos lo que
somos, / lo sabes bien; / somos lo que
fuimos, / lo que unos y
otros nos ayudaron a ser» (De «Esta es la vida»)–, y que
nos retrotraen a aquellas tareas que día a día, en un pasado no tan lejano,
hacíamos en las labores del campo o en las casas y cuadras y que nos
permitieron salir adelante.
https://www.facebook.com/alejandro.gonzalezmartinez.54/videos/358261955954362
En el
vídeo que nos brinda Sindo podréis recrearos con el escabuche, el volquete, la
criba, el celemín, el honcejo (nosotros le llamábamos “hocejo”, y así lo llama
Sindo todavía hoy), el arado, la artesa para la matanza, el duerno, la garlopa,
la guadaña, el gachapo, la bielda, el botijo (¡No, Sindo, no; tú no decías
“botijo”, que decías “barril” en aquellos tiempos recordados, como así le
decíamos entonces todos los villahibierenses!), la hoz, la esquila, el horno,
el arca para las hogazas de pan de dos kilos, la ceranda, la cazuela de
pereruela, el escriño, el reclinatorio, Porfirio en la fragua, que estaba
situada al lado del Caño, herrando una vaca, las trébedes, la olla de barro
para el adobo, la lechera para entregar la leche en casa de Marcelina, el
lagar, el arado de hierro, el trillo, el aparvadero y tantas y tantas otras
realidades que a nuestro encuentro ha venido a acercar Sindo ahora.
Y hasta podéis
imaginar a Mari Puri haciendo de las suyas, o a Rosa friega que te friega, o a
Maruja peleando una vez más con las sopurrias de todos los días y los garbanzurrios
de siempre, para que la señora Berta le dijera que no se levantaba de la mesa
hasta que el plato no estuviera tan limpio como la patena de don Abel. O, puestos
a recordar, rememorar las perronas y hasta las perrinas que nos permitían comprar
una natina en casa de Petra o en el bar de Adrián ¡Ay, tiempos aquellos, que no
son estos! ¿O sí?
O recordar
aquella economía de trueque, llevando a casa de Petra una docena de huevos de
gallina para cambiarla por un litro de aceite de oliva a granel, o ir al molino
de Mundo con un saco de grano de cebada o de centeno y en pago de la molienda
una parte de la harina se la quedaba el molinero, o la iguala o avenencia
(“venencia” decíamos entonces) con el médico o el veterinario mediante una
cantidad de grano cuando se recogía la cosecha para ser atendidos por ellos durante
todo el año, o intercambiar una vez un cesto de patatas por un cesto de
naranjas –¡Cómo la gozamos en aquella ocasión! Claro, hay que saber que una
naranja formaba parte de nuestro regalo de Reyes–. ¡Esa es la vida que hemos
vivido!
Tiempos
aquellos de labranza hecha a mano, de sudor en la frente, de aperos movidos por
el esfuerzo de los hombres y mujeres de Villahibiera, que no eran muy distintos
de los hombres y mujeres de tantos otros pueblos de nuestra España, de esa
España vacía y vaciada: Seres humanos firmes, vigorosos, recios, curtidos por
el sol, enhiestos a pesar de la adversidad o de las inclemencias del tiempo o
de los embates de la naturaleza; con sus ojos dirigidos a lo lejos, hacia
arriba, hacia el cielo; con mentalidad religiosa acendrada y escrutando la
naturaleza –mirando hacia el horizonte para adivinar si iba llover o si ya escampaba,
si iba a hacer sol o si iba a helar esa noche–; y asentados firmemente en la
tierra inmisericorde, desangrada y aleve de Piconariz o del Páramo, de La
Solana o de Las Pedrosas, de Valdelasyeguas o de Camperas, confundiendo memoria
y deseo, como hemos escrito en el poema “Oh, tiempos aquellos…”, remembranza de
la Semana Santa de Villahibiera.
Hombres
y mujeres villahibierenses que festejaban como se merecía cuando llegaba un
recién nacido a la familia; que, si es verdad que era una boca más que
alimentar, eran dos manos más que contribuirían al sostenimiento de la familia en
aquellos tiempos nada fáciles.
Aperos de
labranza y herramientas variadas las que nos trae Sindo, que se habían
mantenido durante siglos y siglos sin modificación alguna –¿un arado romano en
el siglo XX? Tal cual; todo él de madera, con una simple reja en punta para
abrir la tierra–. Aperos de labranza y herramientas de tiempos donde no se
conocía la máquina. Aún recordamos bien el primer tractor que llegó al pueblo –¡a
casa de Alipio!–, la primera televisión –¡al bar de Adrián!–, la primera
cosechadora –¡los Tesis!–. Tiempos aquellos, no tan dichosos, donde no existía
tanta maquinaria específica para la realización de las diversas labores
agrícolas que la mecanización de la agricultura ha traído, ni palabras como “lavadora”,
“microondas”, “lavavajillas” y tantas otras que luego han venido a acompañarnos
y a hacernos la vida más fácil. Tiempos aquellos a los que asociamos la primera
vez que entramos en un ascensor, la primera vez que subimos y bajamos cien
veces en las escaleras mecánicas (¡cosas de El Corte Inglés!), el momento en el
que vimos por primera vez el tren o cuando llegamos a conocer el mar, ¡por
fin!, ese inmenso mar que nos sobrecogía.
Y
entonces recuerdas cómo Padre te iba dando cada vez aquella herramienta con la
que mejor pudieras trabajar y cooperar al sostenimiento familiar. De ese modo
si ya eras capaz de manejar un escabuche no te quedabas con una zoleta, o si
podías con una horca no trabajabas con un horquín de tres dientes. ¡Ay, y qué
satisfacción la primera vez que Padre te permitió utilizar la guadaña y segar a
su lado! ¡Qué enhiesto y pimpante, todo un mozo, retornaste aquella tarde a
casa, con la guadaña al hombro, apuntando hacia el cielo!
Y
recuerdas muy bien aquel día en que Padre te dijo, después de enganchar al yugo
a la Carbonera y a la Bura, que fueras tú solo a arar una tierra que teníais en
el Sendero de los Lobos, no lejos del Puente Blanco, cerca de la confluencia del
Corcos y el Esla. Él te puso en casa el arado de hierro encima del yugo de las
vacas, lo demás ya corría de tu cuenta. No fue tarea nada fácil bajar el arado del
yugo al llegar al lugar de trabajo: Primero, subir la rueda del arado al
máximo, hacer que las vacas metieran sus patas delanteras en una presa de riego
y luego, desde lo alto, bien empinado, con las ansias de un mozalbete que
aspiraba a ser adulto, lograr bajar el arado del yugo. Y después de arar la
tierra, una vez acabada la faena, más complicada resultó la operación inversa
que tenía que realizar: Había que volver a subir el arado encima del yugo para
retornar a casa, cuando ya la noche se aproximaba rauda. El cansancio de una
larga jornada arando había menguado mis fuerzas y me costó mucha voluntad y
esfuerzo y bastante ingenio lograr el cometido y así poder regresar a casa,
feliz y dichoso: ¡Ya era un hombre! ¡Que se chinche Joselito, que yo ya podía
ir a arar solo y a él su padre todavía no le dejaba!
Hay
otros mundos, pero están en este, como tú y yo sabemos muy bien. Porque un día
anduvimos unos cuantos pasos, no sé si hacia Herreros o en dirección a
Villaverde la Chiquita o hacia Valdepolo –¿o fue caminando hacia Sahechores,
Quintana de Rueda o Gradefes a cortejar a las mozas?– y descubrimos que al “barril”
ellos le llamaban “botijo” (si es que no “búcaro”, “pipo”, “pipote”, “piporro”,
“pimporro”, “barrila” o “piche”), a la “bielda” la llamaban “garia” o “gario”,
a la “pusla” le decían “poisa”, y así a tantas realidades cotidianas con las
que habíamos convivido durante toda la vida y que nos generaron inseguridad y
anularon en gran manera nuestras más acendradas certezas. ¿Así sucedería con
todo?
Y fuimos
más lejos, esta vez en dirección a Mansilla de las Mulas y descubrimos que al
“escabuche” había que llamarle “azada”, que la pesada “carrilla” de madera del
señor Demetrio Ramos que bien conocíamos se había convertido en la “carretilla”
metálica y grácil con una saltarina rueda de goma –¡ay, el señor Demetrio
Ramos, siempre ponderando a Su Excelencia, el Generalísimo, ¡rediós!, si mal no
recuerdo–.
O, yendo
más lejos todavía, a nuestro queridísimo “gocho” de toda la vida –¡ay, gocho,
cuánto te debemos!– nos lo convertían en “puerco”, en “cochino”, en “marrano”,
en “cebón” y en no sé cuántas cosas más. ¡Sería posible! Y ya llegando a León a
estudiar –¡Estudiad, hijos míos, porque aquí ya sabéis lo que tenéis, aquí ya
sabéis lo que os espera!, decían Padre y Madre a sus cinco hijos una y otra vez–,
por fin comprendimos que a nuestro “gocho” de toda la vida había que llamarle
“cerdo” y no de otra cualquier manera. Y así lo hicimos –y si bien miras el
vídeo, “cerdo” le llama Sindo en su presentación, aunque él y todos los de su
generación y sus ancestros y los ancestros de sus ancestros y todos los míos “gocho”
le llamaron durante siglos y siglos–.
Y fue
entonces cuando te diste cuenta de que lo que siempre eran “Padre” y “Madre” y que
se merecían un “usted” bien respetuoso y sincero de nuestra parte se convertían
en “Papá” y “Mamá” en aquellas gentes urbanas y modernas, que tenían otra forma
de relacionarse en el ámbito familiar. ¡Y hasta tuteaban a unos y otros y les
llamaban de “tú” a sus padres! ¡Habrase visto tamaña cosa! Y no les hablaras a
ninguno de aquellos urbanitas de “labradores”, que no entendían muy bien lo que
eso era; acaso, si hacían un poco de esfuerzo, podían llegar a entender lo que
eran los “agricultores”, pero nada más.
¿La
realidad es una, o acaso es proteica y multiforme como una novela de
autoficción, que da a mil caras a la vez, sin que nunca tengamos seguridad
plena de en qué mundo nos movemos?
En estos
días veraniegos, cuando retornamos durante unos breves momentos a Villahibiera,
como muy bien escribía Julio Llamazares en El
País del pasado 17 de julio, volvemos, sí, como todos los veranos, a
nuestra tierra natal, a nuestro pueblo a convivir durante unos días con
nuestras gentes para descubrir que todo sigue igual, pero nada es ya lo mismo
porque uno ya no es el mismo que fue –Por cierto que Julio Llamazares sabe
mucho de Villahibiera y de los villahibierenses, y en nuestro pueblo ha pasado
muchos días de escritura creativa y de retiro interior, habitado por sus pensamientos,
si bien recuerdo lo que un día me dijo en Praga cuando me contó que la casita solitaria
de Carromanzana, esa casita que era de la familia del señor Quirico, le había
acogido, generosa, en diversas ocasiones–.
O dicho de
otra manera, como bien escribió Montaigne: “Yo ahora y yo hace un momento somos
dos” (Los ensayos, Acantilado: III,
9, p. 1437). Así somos, así queremos seguir siendo, en estos mundos tan multiformes
y tan nuestros.
Querido Demetrio, cómo admiro a Sindo, de tu pueblo, porque es un gran artista de la miniatura y ha sabido recuperar para la posteridad ese mundo simple y sofisticado de las herramientas, utensilios, aperos y objetos que ya solo son patrimonio de la memoria: O tempora, o mores!
ResponderEliminarPero también te admiro a ti porque lo llegaste a practicar y sabes segar a guadaña, tarea titánica que siempre me fascinó de mis antepasados porque era donde los hombres se forjaban. También admiro de ti y envidio la suerte que tuviste de llegar a realizar tú solo ese trabajo primitivo y primigenio que tantas veces vi hacer a mi padre durante largas jornadas: Arar la tierra con el arado de hierro -el de vertedera- y la pareja de vacas. Esfuerzo unido del hombre y la bestia para doblegar la naturaleza y obtener el alimento de ambos seres vivos.
Entre Sindo y tú, Demetrio, habéis creado un magnífico post, que nos recuerda ese microcosmos rural y arcaico del terruño donde nacimos, nos forjamos y dejamos algo de nosotros que siempre vuelve para que no olvidemos lo que fuimos, somos y seremos. Como tú bien dices, digno descendiente de Villahibiera.