«Yo sé que te he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres».
pero no recuerdo quién eres».
Ese
es el núcleo fundacional de Sinfonía de
Praga, su germen originario. Aunque acaso esa aseveración necesite alguna
explicación aclaratoria.
Los
buenos lectores identificarán inmediatamente esos dos versos de José Hierro, que
cierran el poema “Lear King
en los claustros” (Cuaderno de Nueva York:
1998).
Lo que acaso ignoren los lectores es que esos versos son reproducción
literal de lo que el propio poeta José Hierro oyó de labios de un provecto y ya
envejecido Dámaso Alonso un día que había acudido a visitarle a su casa en la
zona alta de Chamartín. Cuando ambos poetas estaban de charla en el salón de la
casa, entró en el recinto Eulalia Galvarriato, la sufrida y valerosa esposa de
Dámaso Alonso, portando una bandeja con café y pastas. Este, levantando levemente
los ojos entornados, la miró arrobado y sorprendido y desde su desmemoria de Alzheimer
le dijo esa terrible y amorosa frase: «Yo sé que te he querido mucho, pero no recuerdo quién eres».
En la versión extendida de Sinfonía
de Praga esa frase, ya convertida en los versos de Hierro, aparece en la
dedicatoria en el paratexto de la novela:
Para ella, que tan bien sabe
ser quien es
(antes de que el tiempo apremie
y, rememorando a dos poetas que admiro,
desde la desmemoria le diga:
«Yo sé que he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres»).
Por razones de edición, el
paréntesis fue elidido en la versión abreviada de la novela. Pero ese es, sin
duda alguna, el germen originario y núcleo fundacional de Sinfonía de Praga y en buena medida de la novela toda: Contemos lo
que hay que contar, narremos lo que hay que narrar mientras haya tiempo,
porque…
Y así, de manera explícita,
se reitera en el interior de la novela, cuando el narrador apostrofa a los
lectores:
Así es; así será, si así
les parece, que esta historia está dando ya mucho de sí, y más que habrá, que
la vida es corta, el tiempo apremia y cuando tengamos puesto ya el pie en el
estribo y con las ansias de la muerte, como Él escribió, yo solo quiero, aunque
de manera anónima —si es que no apócrifa—, dejar fama y fortuna de lo que ha
sido, de poco más que una quincena de años en una Europa convulsa, que se
desangra y una y otra vez repite sus errores del pasado, una historia que
camina, o cabalga más bien, a caballo entre dos mujeres en aquella Praga que es
esta, donde Lieserl y Meme parecen convivir tan a su gusto, mientras yo asumo,
anónimo, un papel subordinado, que es, sin embargo, el del dios todopoderoso y
eterno —fama y fortuna— que a trancas y barrancas va haciendo avanzar su
creación y su obra (Págs. 371-372).
Y cuando llegamos al final
de la novela, cuando todo está concluyendo y la peripecia llega ya a su fin, el
narrador escribe:
Cuando ya estamos llegando
al final de esta historia, solo cabe pensar en ella, dedicarle la obra a ella,
a ella, que tan bien sabe ser quien es, antes de que el tiempo apremie y desde
la desmemoria le diga, rememorando a dos
poetas que admiro —Dámaso Alonso y José Hierro—:
«Yo sé que te he querido mucho,
pero
no recuerdo quién eres».
Se cierra así el círculo,
principio y fin conjuntados para siempre en la obra de arte.
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