Esta tarde nos vamos a acercar
a San Feliz de Torío (Espacio San Feliz) a la presentación de Ibiza: La isla
perdida de Walter Benjamin, de Cecilia Orueta. Será un placer: Benjamin,
siempre Benjamin en nuestros pensamientos; las palabras de Benjamin y las
imágenes ibicencas de Cecilia. ¿Qué más se puede pedir?
Cuando en julio de 1940, con
buena parte de Europa ya ocupada por las fuerzas alemanas y la Gestapo haciendo
de las suyas, Benjamin, refugiado y escondido en Lourdes, está buscando como
mejor puede la forma de salir de Francia a toda prisa, salvar la vida y
encaminarse a Estados Unidos.
Mientras tanto, Benjamin escribe
y escribe; escribe sobre sus dos estancias en la isla de Ibiza en 1932 y en 1933
y sobre la vida que le ha tocado vivir, así como sobre la obra que ha ido
produciendo a lo largo de los años.
Tal como queda recogido en Papeles
de Benjamin, un par de olorosos limones que le regala «una joven bien
agraciada, agitanada y morena» le llevan a Benjamin a rememorar su grata estancia
en Ibiza, dieciocho años antes, y a escribir lo siguiente:
Seres humanos firmes, vigorosos, recios, curtidos por el sol, enhiestos a
pesar de la adversidad y de las inclemencias del tiempo o de los embates de la
naturaleza; con sus ojos dirigidos a lo lejos, hacia arriba, hacia lo alto, hacia
el cielo; con acendrada mentalidad religiosa escrutando la naturaleza –mirando
hacia el horizonte para adivinar si va a llover o si ya escampa, si va a helar
esta noche o si va a hacer sol mañana–; y asentados firmemente en una tierra
inmisericorde, desangrada y aleve.
Casas encaladas y laderas cubiertas de olivos, almendros e higueras; y la
flor del limonero ibicenco. ¡Ay, la flor del limonero de Ibiza! ¡Ay, la flor
del limonero de la isla de Capri! La flor del limonero, ¡qué chica y cómo
huele!
Paz interior en ese paisaje rural y en la belleza y serenidad de la gente
de Ibiza.
El día comienza a las seis de la mañana con un baño en el mar. No se divisa
en todo el horizonte ni una sola persona en la orilla. Después de retozar un
rato en el mar y dejarte acariciar por las suaves olas, desde tu solitario
esplendor en la playa, desnudo, te apoyas en un tronco de árbol para tomar un
baño del sol naciente, cuyos rayos se reflejan en el mar. Luego, calzado con
unas simples alpargatas con suela de esparto y con el pantalón puesto, te
dedicas un buen rato a vagar, con la camisa al hombro, a lo largo de la costa y
por el interior de la isla, siempre sorprendente.
En las sureñas noches de luna llena en Ibiza sentías vivas dentro de ti las
fuerzas miméticas de la naturaleza; una fisonomía de constelaciones celestes
iluminaba tus pensamientos y fortalecía tu cuerpo todo; te sentías el rey del
universo, el centro de la creación, bien ubicado en el centro de la elipse, o
del elipsoide.
Esas estancias ibicencas se
rememoran varias veces más a lo largo de Papeles de Benjamin, la obra
que Benjamin escribe y escribe y no para de escribir, cuando ya iba camino de
encontrase con la muerte, que le estaba esperando, un par de meses después, el
infausto 26 de septiembre de 1940 en Portbou.
Y a la vez que recuerda la
estancia en Ibiza, Benjamin rememora –la memoria como palimpsesto– su estancia
en Capri y su Grand Tour (¡ay, la joven letona Asja Lācis!; entregados
ambos al amor y embriagados de luz cegadora, de aire límpido, de sol
refulgente, de la sal y del azul intenso del mar Mediterráneo en la isla de
Capri) y los versos de Goethe:
¿Conoces el país donde florece el limonero
y las áureas naranjas refulgen entre el oscuro follaje?
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