Hace poco más de una semana, publiqué en un post y en el Blog la imagen en la que, con gesto sorprendido y gozoso, estaba rodeado de los nuevos libros que acababan de llegar a casa.
Entre ellos
estaba Un verdor terrible de Benjamin Labatut, que nos ha estado
ocupando casi toda la noche, mientras Madrid yacía dormido e inmovilizado,
rodeado de nieve por todas partes.
Labatut
reconoce que lo que ha escrito “es una obra de ficción basada en hechos reales”
y nos ha acercado hasta Karl Schwarzschild, Shinichi Mochizuki o Alexander
Grothendieck, y nos ha hecho retornar a otros tiempos, que no son estos, con
Fritz Haber, Erwin Schrödinger, Niels Bohr, Werner Heisenberg o el bueno de Albert
Einstein.
Retornar
a aquella mañana, a aquella epifanía (Págs. 173-174) que cierra el capítulo vi de una novela que tú y yo sabemos y
que abre un mundo, que abre «una historia que contar, en la que integrar ajenas
vidas junto a la vida propia; teníamos un presente rabioso, pautado, el día a
día inexorable de esta Praga milenaria, ahora gélida y nevada; teníamos a Meme,
the woman with the red umbrella, y a
su mundo ignoto y desconocido –¡tan atractivo, tan atrayente como ella, que tan
bien sabe ser quien es!–, una Meme bien escurridiza, que, sin embargo, había
venido a nuestro encuentro; y teníamos muy especialmente a una Lieserl vivita y
coleando, dando fe de vida, señales de haber vivido en aquella Praga de los
años 30, que es y no es esta».
Retornar
a aquella mañana del 13 de enero de 1910 de una Praga agazapada, dormida, con
la nieve rodeándonos:
«Me levanté, resuelto, de
la cama: Una extensa capa de blanca nieve recubría cualquier lugar al que
dirigiera la vista desde la ventana de mi habitación y había sepultado la
ciudad de Praga bajo un brillante y luminoso manto blanco –delicioso momento
ese, todo cubierto por la blanca nieve, cuando el aire se serena, los sonidos
se tamizan, se vuelven tenues, silenciosos, la luz se intensifica, se multiplica
y se adensa y el yo cobra plena conciencia de sí, integrado en un entorno
aprehensible–. El mundo estaba ahí, a mi lado, rodeándome: ¡Yo lo sabía bien!
Podía reconocer cada pequeño recoveco, cada insignificante detalle, cada árbol
joven o añoso, cada seto, cada oquedad, cada teja ennegrecida, aunque ahora
todo estuviera cubierto por un cúmulo de blanca nieve. ¡Yo podía contarlo!
¡Había sido elegido para contarlo!».
Y
Labatut, casi concluyendo su libro, mientras la luz empieza alborear en Madrid:
“Podemos despedazar átomos, deslumbrarnos con la primera luz y predecir el fin
del universo con solo un puñado de ecuaciones, garabatos y símbolos arcanos”
(Pág. 210). Y afirmando: “La mecánica cuántica, la joya de la corona de nuestra
especie, la teoría física más precisa, hermosa y con mayor alcance que hemos
inventado” (Pág. 211).
Pero,
desesperanzado: “Es como si la teoría hubiese caído a la Tierra al igual que un
monolito proveniente del espacio, y nosotros sencillamente gateamos a su
alrededor como simios, jugando con ella, lanzándole piedras y palos, sin
ninguna comprensión verdadera” (Pág. 211).
Y
nosotros, con un café en la mano, retornamos a la ciudad suiza de Arosa, y
recordamos lo que allí sucedió a Erwin Schrödinger y la epifanía en la que
surgió su famosa ecuación. Y rememoramos a Lieserl, que en su Diario en 1935
escribe (Págs. 228-229:
¿Me
gustaría ejercer de yegua con el «semental» –en palabras de Anny, su mujer;
aunque parece que más bien quería llamarle «caballo de carreras»– que es Erwin Rudolf Joseph Alexander Schrödinger, el guapo físico
vienés? No y mil veces no, yo no soy yegua de ese tipo de caballos.
¿El mundo
conocerá alguna vez quién era la jovencita que estaba con Erwin Schrödinger en
las navidades de 1925 pasando
apretadamente juntos unos días de vacaciones y de lujuria en un hotelito en
Arosa, en los Alpes suizos, cuando descubrió la famosa ecuación conocida como
ecuación de Schrödinger?
Si yo
dijera o escribiera lo que sé alguien sabría tanto como yo (y no es un problema
de probabilidades, ni de
partículas, ni de incertidumbres, ni de observadores inexistentes, ni de
pólvora que ha explotado o no ha explotado, ni siquiera de gatos encerrados en
cámaras de acero que a la vez que están vivos están muertos... Aunque por
haber, sí que había gato encerrado).
O
recordamos al bueno de Albert (Gott
würfelt nicht), con Dios, el Viejo, jugando a los dados, ¿o no?, que da
título al capítulo viii de esa
novela que tú y yo sabemos.
O a
Niels Bohr, replicando al ingenioso Albert para que dejara a Dios conducir el
mundo y hacer lo que debía hacer.
O a
Lieserl, nuestra Lieserl, que en febrero de 1933 escribe en su Diario, que es
el nuestro (Pág. 213):
Mientras
Albert está en Pasadena, y Dios no se sabe si jugando a los dados, o no –o
acaso contemplando, distante, un mundo desordenado y sin ley–, Adolf Hitler
logra el poder como Canciller de Alemania y las hordas nazis irrumpen en su
casa de Berlín y en la casita que había construido en Caputh, mostrando
claramente y sin recato alguno sus sentimientos antijudíos y su profundo odio
hacia Albert.
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