El narrador de esa
novela que tú y yo sabemos (Pág. 393), tras la lectura del Diario de Lieserl correspondiente
al año 1944:
«…entendí que mi peregrinación por tierras serbias,
suizas, israelíes o norteamericanas no había sido suficiente, que mi escrutar
debajo de las piedras y en documentos y lugares diversos por la Praga de antes
y de ahora no bastaba, que a mi calvario le faltaba la estación principal, su
Gólgota: Auschwitz estaba ahí, me estaba esperando, y no podía ignorar para mí
ni para esta historia —pues ambos quedaríamos incompletos— acudir
inmediatamente a su encuentro».
Visita al campo de concentración y de exterminio de Auschwitz
—Konzentrationslager
Auschwitz—
A pesar de tanta información y de tanto conocimiento, a
pesar de tantas imágenes vistas y analizadas, a pesar de tanto documental y de
tanta historia contada y leída, a pesar de tantos versos no escritos, a pesar
de tantos datos perfectamente almacenados, ordenados, clasificados y
estructurados, a pesar de tanta banalidad y de tanto mal la visita al campo de
concentración de Auschwitz sorprende a uno, no puede dejar de sorprender.
Aproximarse hacia la puerta de entrada y situarse ante el «arbeit macht frei», con esa «b» cabeza abajo, impone y hace revivir todos los diablos que
uno lleva dentro. Acercarse poco a poco a ese ondulado cartelón de grandes
letras metálicas, «arbeit macht frei», como con miedo, ahora ya debajo de
él, ahora ya traspasada la frontera entre la libertad y la esclavitud, entre la
vida y la muerte, entre el ser humano y el no ser nada, ahora ya ser uno más de
ellos, innominado como ellos, dejado el nombre fuera del recinto alambrado
electrificado, ya solo un número a los efectos de una fácil, simple, mecánica,
coherentemente organizada identificación procedimental. Oscuros y ennegrecidos
ladrillos, las palabras de los visitantes susurradas en voz baja, sin levantar
la voz, como no queriendo despertar a los millones de muertos, cuyas cenizas
nos rodean, descorporeizadas, pero dispuestas a gritar gritos de pánico y de
dolor, de desesperanza absoluta —si quisiéramos oír—, por qué yo sí y tú no,
por qué tantos yoes tuvimos que desaparecer de la faz de la tierra,
salvajemente erradicados, eternamente desaparecidos. Accesos bien organizados,
vía de ferrocarril, pabellones y más pabellones, caminos, cámaras de gas,
crematorios, montañas y montañas de pelo, montañas y montañas de gafas,
montañas y montañas de zapatos, instalaciones varias y muchos otros elementos
para que el que quiera saber, sepa; el que quiera recordar, recuerde; el que
quiera vivir en carne propia, viva. Y el muro de la muerte, el paredón donde
—cerradas las ventanas— miles de seres humanos fueron fusilados —como si por no
dejar ver no se supiera, no se conociera, no se sintiera lo que allí había, lo
que allí se hacía, el destino que estaba escrito para cada uno de los allí
congregados, para los al campo convocados—, el rincón de la sangre —jardín
cerrado—, donde, tan chico, crece el almoraduj y... ¡cómo huele! (Emilio
Prados).
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
cómo duele!
Vestuarios[1]
donde dejar ordenada la ropa antes de acudir a la ducha desinfectante de
bienvenida. ¡Recuerden bien su número para recoger sus pertenencias luego!, les
dicen y nos dicen, en un luego que no llega ni va a existir nunca jamás.
Un grupo de varios cientos de personas, hombres, mujeres y niños desnudos,
apelotonados, empujados hacia la sala de duchas sin agua. ¡Apriétense más, que
tienen que entrar todos!, ¡que todos tienen derecho a una refrescante/caliente
ducha de bienvenida! Portón que se cierra herméticamente en la sala de duchas
sin agua que se convierte de pronto y por arte de magia en cámara de gas, Zyklon B que se va extendiendo por sobre las
cabezas y adentrándose en los intersticios que encuentra por entre los apiñados
y apretujados cuerpos, el gas letal que penetra por las gargantas de esa masa
humana que grita —o lo intenta, aunque no siempre la voz consigue hacerse oír—
hacia unos pulmones que apenas pueden respirar, gas mortífero de hidrógeno y
cianuro entremezclados penetrando obscenamente e invadiéndolo todo a su paso.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
cómo mueren!
Y los cuerpos se van
masificando, adensándose, aplastándose contra el suelo en una masa cada vez más
informe e inextricable de carne y huesos entrelazados, ya ni siquiera
naturaleza muerta en tanto que ya no es posible distinguir ni diferenciar los
diversos elementos que hace unos momentos había. Todo ello convertido en un
revoltijo, en un amasijo, en un mar de olas indiferenciadas, donde por no haber
ya no hay ni olas, ni vida, ni siquiera mar, solo un olor, un hedor a muerte
que se va relajando, relajando hasta prácticamente casi desaparecer.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
que
no ruede!
Y entonces se abre el portón
hermético con un estruendoso chirrido metálico chirriante de puerta muy usada
que hay que engrasar. «¡Esa puerta, engrasádmela de una puta vez, que aún hay
que usarla muchas veces hoy! ¡Engrasádmela, y luego me la chupáis! ¡Que me la
engraséis, joder, que tenemos que batir el récord que logramos ayer de seis mil
seiscientos sesenta y seis individuos afectados, hostia! ¡Y con el tajo que nos
queda para mañana, para la semana próxima, para los siguientes meses, y aun
para los años venideros!». Y elevando aún más los ladridos de su voz perruna de
pastor alemán: «¡Que me la engraséis, cojones; que me engraséis mi polla; y
luego me hacéis una buena mamada, rehostia!». Y diligentes, ordenados,
silenciosos, rutinarios operarios —Sonderkommandos que pronto, cualquier
día de estos, engrosarán el número de los individuos afectados— comienzan el
trabajo de desbrozar la masa informe, de buscar y obtener el último rendimiento
de la cosecha, aquí un diente de oro, allí un anillo de plata, más allá un
pendiente argentado o esa linda coletita rubia olvidada, sin pérdida de tiempo,
haciendo un viaje tras otro con la carretilla llena de mena, ganga, esquirlas y
virutas que se sabe fueron humanas de la cámara al crematorio, una y otra vez,
por turnos, todo el día, para que en unos minutos desaparezca todo, solo un
poco de ceniza al final del rescoldo que hubo, tú y ello juntamente, ya ni
siquiera en tierra, solo un poco de humo que se extingue y se desintegra
llevado por el viento que sopla hacia el oeste, ya ni tan siquiera en polvo,
acaso en sombra que vaga en busca del hades, de un cielo azul que, por no ser,
ni siquiera es cielo ni es azul, todo convertido en nada, ya solo vago recuerdo
o puede que tan solo olvido.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
quién
no fuere!
Barracones, más barracones y
hasta celdas con funciones específicas, diferenciadas —como si fueran
necesarias funciones específicas y diferenciadas en este mar de muerte y
destrucción (smrt a zmar)—; aquí celdas de castigo, allí celdas para
aislamiento, más allá celdas para los condenados a morir de hambre, dormitorios
que son celdas donde no tan lentamente se van muriendo quienes aún no han sido
enviados a la cámara de gas.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
cómo llueve!
La plaza de las revistas
—del recuento—, el lugar del sufrimiento diario —de desfallecimiento y tortura
diaria, metódica, ordenadamente numerados en viva voz—. «¡Más alto, hijos de
puta, que no se os oye! ¡Y a ver si pronunciáis mejor la preciosa lengua alemana!».
Con la horca bien emplazada, a la vista de todos, para general conocimiento,
incluso si no hay ningún cuerpo pendente bamboleándose en ella, como no siempre
sucede, para general escarmiento —pero el tiempo avanza, segundo a segundo,
minuto a minuto, lentamente, muy l–e–n–t–a–m–e–n–t–e, al encuentro con el
destino que a cada uno nos está reservado, la horca tiene un destino el 16 de
abril de 1947; avanza el tiempo, hora a hora, día a día, más
l—e—n—t—a—m—e—n—t—e, y el dios todopoderoso y no eterno, comandante del campo,
el oficial SS–Obersturmbannführer
Rudolf Höß tiene un destino, que ya le espera, desde siempre le está esperando,
el 16 de abril de 1947, la horca del campo le está esperando, cuerpo pendente
en la horca el día por el destino señalado—. Y la omnipresente doble alambrada
de púas, electrificada, doblemente circunrodeándolo todo, circunrodeándonos y
haciéndonos sentir a veces a tantos de ellos y de nosotros la fácil solución
que está al alcance de la mano para la esperanzada desesperación sin esperanza,
un ser vivo que se arroja contra la alambrada electrificada y muere, dichoso al
fin, por la descarga eléctrica, decidiendo ese ser humano cuándo ha llegado su
último momento y qué clase de muerte ha elegido para lograrlo, sin más espera desesperanzada
en el campo de concentración y de exterminio.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
no
se mueve!
Decenas de compartimentos en
cada barracón, tres niveles en cada compartimento, seis personas en cada nivel
pasando la larga y negra noche —seres humanos que han de moverse o darse la
vuelta acompasadamente, todos ellos al mismo ritmo, todos ellos al mismo tiempo
si quieren tener éxito, y que cada día, según una no escrita regla de
supervivencia, han de rotar en el grupo para lograr un pedazo de manta bajo el
que cobijarse—. Frío hielo en el gélido y largo invierno; sudor agobiante en el
caluroso verano. Siempre a oscuras, en la larga y negra noche, gritos de dolor
y de pena o silencio de muerte, piojos y pulgas, muchas ratas, cucarachas,
excrementos que reguiletean desde los niveles superiores goteando encima de los
cuerpos situados más abajo en el compartimento, que se mantienen, no obstante,
inmóviles.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
cómo hiede!
Y la orquesta que toca
marcando el ritmo de los presos que acuden al quehacer diario o retornan de los
campos de trabajo al anochecer, ritmo rápido para cuerpos demasiado cansados,
que apenas dan más de sí a pesar de que lo intentan ya que conocen y saben que
quien pierda el ritmo, quien se detenga para desatrancar una alpargata
enfangada en el barro lodoso es un elemento muerto, un individuo afectado, un
número más a la cuenta de resultados del día, un ser que ya no acudirá a la
próxima revista. Orquesta que en este momento recibe la orden de acudir a
Birkenau, al andén de descarga situado en el interior del campo para amenizar
la llegada de quienes ya están llegando, ahora vienen, ya llegan, ya están
aquí, apretujados en un tren de transporte de animales después de un viaje de
dos, tres o hasta diez días, desde cualquiera de los países de Europa, sin
comida ni bebida, una buena parte de la carga desfallecida o directamente
fallecida y ya muerta a lo largo del trayecto; música para, si se ha tenido
suerte y se ha sobrevivido al viaje, acompañar el momento de verse internados en
campo de concentración quienes habían creído que emigraban a tierras de
promisión; mucho ruido y ladridos de los perros alemanes y de los miembros de
las SS, ambos igualados en el ruidoso rugido que emiten y que expelen desde sus
gargantas, pendientes todos los recién llegados de esos alemanes ruidos
vociferados: «Raus, raus»,
de sus chillidos vociferantes: «Schneller,
schneller, schneller», que les
obligan a colocarse en dos gruesas filas, mujeres y niños a la izquierda y
hombres a la derecha, dejadas en el suelo las pocas pertenencias que han podido
traer consigo, sin ser conscientes de que quien va a decidir su vida o su
inmediata muerte son unos impolutos, ecuánimes oficiales médicos perfectamente
emplazados al frente, honestos, profesionales, competentes oficiales médicos
que ni siquiera hablan ni necesitan ladrar sino que simplemente, con un ligero
movimiento del bastón que, aristocráticos y caballerosos ellos, portan en su
mano derecha, sin emitir sonido alguno, envían hacia los campos de trabajo y a
sus propios experimentos a unos pocos o hacia la cámara de gas a todos los
demás, niños y mujeres embarazadas incluidas, mientras suena la música de la
orquesta, armonías gratas al oído, caminando hacia la muerte al ritmo cansino
de la orquesta, con su tempo y su dinámica propios.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
que
no suene!
Campos con sus bien
estructurados sectores, subdivididos en secciones y en subcampos, todos ellos
adecuada y estructuradamente interconectados con sus bien estructurados
sistemas de interconexión a la vez que perfectamente bien delimitados y
definidos por sus alambradas de alambre y púas y bien circunrodeados por una
doble alambrada de púas, electrificada, circunrodeándolo todo doblemente dos
alambradas de alambre y púas —la única salida del campo, la chimenea del
crematorio, es el mensaje de bienvenida que reciben los recién llegados.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
que
no vuele!
Vagonetas que vienen y van,
chirriantes, que van y vienen chirriando por los carriles metálicos, transportando
cenizas de los crematorios al estanque estratégicamente emplazado para acoger
en su seno a tanta ceniza como haya que acoger. ¿De quién serán esas cenizas
que hacia el estanque van en chirriantes vagonetas que se desplazan chirriantes
por carriles metálicos? ¿De qué materia estarán hechas esas cenizas que hacia
el estanque van en chirriantes vagonetas que chirrían al desplazarse sobre
metálicos carriles?
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
quién
no tiene!
Fotografías, miles de
ordenadas fotografías de individuos afectados que han venido hasta Auschwitz
desde la lejana Salónica, desde la verde Hungría, desde la triste ciudad de
Novi Sad o desde la modélica Terezín, desde la aristocrática Alemania profunda
y la Francia ocupada, desde Kiev y las vastas estepas rusas a la búsqueda de
una buena fotografía de frente, de lado y de perfil que legar a la posteridad;
puesto que de eso se trata, de la posteridad, de la fama pública; porque ¿dónde
están quienes nos han precedido si no han logrado dejarnos un vestigio, un recuerdo,
una reliquia, una obra que conservar?; porque ¿ubi sunt aquellos ríos caudales e más chicos que han desembocado en
el mar, que es el morir, si no han logrado tan siquiera una fotografía que nos
deje aprehender el agua que permanentemente fluye y no se deja ver? Y más
desgraciados fueron todos aquellos que arribaron con retraso a la llamada de la
muerte y de la fama, que llegaron a partir de 1943 y tuvieron que conformarse
con su número tatuado en el brazo izquierdo, indeleble, sí —ansiada fama
pública, al fin—, aunque solo mientras se tuviera brazo que enseñar y el brazo,
el tatuaje y el cuerpo todo juntamente no hubiera sido chisporroteante pasto de
las llamas del crematorio alimentado por el carbón de Silesia.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
no
se puede!
Judíos, muchos judíos,
cientos de judíos, miles de judíos, decenas de miles de judíos, centenares de
miles de judíos; judíos de toda clase y condición, mujeres y hombres, ancianos
y niños, simplemente judíos; y presos de guerra soviéticos, por rojos y por
soviéticos; y gitanos, y homosexuales, y testigos de Jehová, y curas, y monjas,
y maestras, y violinistas, y profesores, y muertos de hambre, y polacos, y
checos, y carpinteros, y embarazadas de lindas coletitas rubias, y marineros, y
poetas, y húngaros, y holandeses, y abuelas, y nietos, y sefardíes, y alemanes,
y Ottla (Ottilie), y Witold Pilecki, y los que llevan un triángulo rojo, y unos
pocos que sobrevivirán, y los que trabajan en la mina, y los que mañana van a
morir con una inyección de fenol, y adultos que pesan 30 kilogramos, y unos
cuantos pares de gemelos, y Viktor Ullmann, y Jakub Edelstein, y los
minusválidos, y los que trabajan despacio, y los que escriben un diario, y los
que llevan un 7 en el número tatuado en su brazo, todos juntos, arracimados,
implorando a un dios que se resiste y calla en este Auschwitz de nuestros
pecados —o que acaso está durmiendo la siesta.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
que
no viene!
Y todo cambia y progresa, o
lo que puede empeorar empeora, y lo que era un sistema modélico, bien
serializado, de tres fotografías por pieza, bien numerado y tatuado, y campo de
concentración (y de exterminio) y campo de trabajo (y de exterminio) con
decenas de subcampos de trabajo (y de exterminio) para atender a tantas
necesidades laborales, industriales, bélicas, agrícolas, productivas, todo ello
ordenado, organizado, procedimentalizado, muy alemán todo ello, sin dejar de
ser eso, pasó a ser otra cosa.
¡Ay, Auschwitz, Auschwitz,
siempre
vuelve!
Llegó un momento en que la
rapiña de los guardianes y SS tomó carta de naturaleza —esto para mí, que es
mío, y esto para ti, que es tuyo; oh, tiempos dichosos aquellos, a quien los
antiguos pusieron nombre de dorados, donde no existía lo mío ni lo tuyo, edad
dorada desaparecida de la faz de la tierra—. Llegó un tiempo en que Auschwitz
I, Auschwitz II y Auschwitz III pasó a ser una máquina infernal, una máquina de
la muerte, de la extinción, del acabamiento, donde toda una inmensa maquinaria
burocrática bien engrasada que extendía su red por casi toda Europa, con
cientos de oficinas y sucursales, estaciones de ferrocarril, guardagujas, vías
anchas y estrechas, colocó a Auschwitz como centro neurálgico, como círculo
rojo de sangre y muerte emplazado en el centro de una Europa ocupada,
avasallada, feudalizada, toda ella siervo de la gleba en la que la prioridad era
hacer llegar trenes cargados de quienes habían sido seres humanos para
convertirlos en beneficio y cenizas, en tierra en humo en polvo en sombra en
nada, donde los raíles se adentraban hasta el corazón de Auschwitz II para
dejar allí varada su carga en masa, innumerada, innúmera, no numerada,
innombrable —sin fotografía ni número alguno que se pudiera preservar para la
historia—, masa humana que, sin dilación ni pérdida de tiempo alguno, era
gaseada inmediatamente para ser inmediatamente incinerada —y si los crematorios
no dan abasto, vengan piras, montañas de masa humana que arde al aire libre
contaminándolo todo de hedor y de humo, carne chamuscada, de mucho humo y de
mucho hedor, exterminio de raza maldita, que no puede ni debe continuar sobre
la faz de la tierra—. Para luego, cuando todo se acaba, cuando ya se veía
llegar el fin, el final de la terrible pesadilla, forzar a la marcha de la
muerte a los muchos y dejar a unos pocos rodeados de destrucción y muerte,
arrumbados edificios, cámaras de gas y crematorios echados abajo, pabellones
derruidos, papeles y recuerdos quemados, incinerados, vestigios destruidos, que
nada quede, borrado de la faz de la tierra, como ellos, como la raza maldita,
para que nada quede, borrada la memoria, para que nosotros recordemos,
recordemos siempre, sin olvidar jamás.
[1] La visita al campo de concentración
y de exterminio de Auschwitz forma un todo, en un párrafo único de ocho
páginas. Para no agobiar demasiado al lector y permitirle respirar –si es que
puede–, se ha introducido una cantinela, con rima asonante, que funciona como
estribillo coral y que fragmenta el párrafo.
Los buenos lectores habrán
percibido que ese estribillo parte de un poema de Emilio Prados, titulado
“Rincón de la sangre” (Jardín cerrado,
1946), que comienza con los versos «Tan chico el almoraduj / y... ¡cómo
huele!».
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