Aprovechando el viaje a Almagro para asistir al 48 Festival de Teatro Clásico, me hice casi doscientos kilómetros más para acudir a rendirle homenaje a Francisco de Quevedo.
Por ello,
en la tarde del día 3 de julio, me desplacé hasta Torre de Juan Abad. ¿Hay
alguien ahí?, me pregunté varias veces al llegar a la localidad ciudarrealeña,
ubicada en el campo de Montiel, ya en las proximidades de Andalucía, mientras
la heroica villa –que no vetusta ciudad– seguía durmiendo la siesta a las siete
de la calurosa tarde y nadie asomaba la cabeza por parte alguna.
¿Conoce
alguien en Torre de Juan Abad a un tal Francisco de Quevedo y Villegas?, me
preguntaba. ¿Sabe alguien algo acerca de la Casa-Museo de Quevedo? ¿De verdad
que nadie conoce a Francisco de Quevedo en este pueblo? Y nada ni nadie me
respondía, ni atendía a mis súplicas.
¿Sabe
alguien en ese pueblo que, entre 1610 y 1645, Quevedo vivió durante muchos años
en esa localidad, donde tenía casa propia, y que Francisco de Quevedo fue señor
de esa villa?
El
origen de la vinculación de Quevedo con este pueblo manchego se remonta a los
veintidós pleitos que, durante toda la vida del escritor, mantuvo con el
concejo por el cobro de la deuda contraída por su madre, María de Santibáñez,
quien el 24 de noviembre de 1598 entregó a la villa la cantidad de 3.084.500
maravedíes, a través de un préstamo hipotecario.
Por otra
parte, en dos ocasiones le señalaron a Quevedo por cárcel su casa de la Torre
de Juan Abad, con orden de «no salir de ella en sus pies ni en ajenos sin
licencia».
Pero si
nos atenemos a sus palabras, aquellos forzados destierros fueron aprovechados
por el escritor como agradables y provechosos retiros: «Los jueces me han
condenado a destierro de la Corte; yo a ellos a permanencia en la Corte y en la
cortedad», escribió nuestro autor.
Asimismo,
en la Torre de Juan Abad pasó Francisco de Quevedo varios periodos de retiro
voluntario. De esa actividad solitaria del poeta en la localidad ciudarrealeña –largos
meses de estudio y de creación literaria–, surgieron veintisiete obras. Allí redacta
tratados como «Política de Dios», obras morales como «Virtud
militante», la extensa sátira «La hora de todos». Allí completa su «Sueño
de la muerte» y «El mundo por de dentro», y escribe uno de
sus más conocidos sonetos: «Retirado en la paz de estos desiertos»:
Retirado
en la paz de estos desiertos,
con
pocos, pero doctos libros juntos,
vivo
en conversación con los difuntos
y
escucho con mis ojos a los muertos.
Como,
pasadas las siete de la calurosa tarde, la villa no tan heroica –y tampoco
ciudad vetusta– seguía durmiendo la siesta, me adentré en la farmacia de la
localidad, que parecía el único sitio habitado de la villa. El generoso y
amable titular me indicó dónde quedaba la Casa-Museo de Francisco de Quevedo, para
inmediatamente advertirme: «Pero no va usted a poder visitarla, que la chica
que la atiende está de vacaciones».
«¿De
vacaciones? En la página web se indica el horario de visitas y, en buena
lógica, debería estar abierta un día laborable a estas horas», le respondí.
«Ya, pero
sé por la fámula que me ayuda en la farmacia, que es hermana de la chica que atiende
la Casa-Museo, que su hermana está de vacaciones y la Casa está, por ello,
cerrada».
¡Ay,
esta España mía, esta España nuestra; mientras la heroica villa, imperturbable,
duerme la siesta!
Menos mal que luego me desplacé unos kilómetros y acudí hasta Villanueva de los Infantes y pude honrar la memoria de Quevedo, acudiendo hasta el lugar donde este suspiró el 8 de septiembre de 1645, a los 64 años de edad, en el convento de los Dominicos; y, finalmente, homenajearle en su tumba en la iglesia de san Andrés (Pueden verse las imágenes que lo acreditan. Aunque tendrás que acceder a Facebook para ver todo: https://www.facebook.com/demetrio.fernandezgonzalez).
Y el
placentero viaje manchego me llevó a asistir al 48 Festival de Teatro Clásico
de Almagro. Grata la Plaza Mayor rectangular, magnífico el Corral de Comedias,
espléndido el Museo Nacional de Artes Escénicas o la escenografía y el
vestuario de la compañía Morboria.
Disfrute
de «Fuenteovejuna» (Lope de Vega), de «Los dos hidalgos de Verona»
(Shakespeare) y de los versos de «Amor místico».
Para
concluir, me acerqué hasta el lugar de la Mancha de Argamasilla de Alba y me
adentré en la Cueva de Medrano. Tú, desocupado lector, ya bien sabes aquello de
«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…», o eso
otro de «¿Qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino
la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos
varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una
cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace
su habitación?».