«La lengua es necesaria para
dialogar con el otro; pero es imprescindible también integrar su cultura si uno
quiere convivir de verdad».
Así hemos escrito y así se
publica hoy en la sección “Carta blanca”, Pág. 6 de El
País Semanal:
Querido profesor:
Permítame que le siga denominando así, profesor,
en checo —con intensidad tónica en la
primera sílaba—; aunque quizá debiera escribir «Vážený
pane profesore», como
siempre le he llamado.
Y permítame recordarle y agradecerle lo mucho que aprendí
aquella tarde de septiembre de 2008 cuando usted me invitó a cenar en su casa. «A las 6 y 30 justas», me dijo. «No se preocupe,
que estaré puntual», le respondí, sorprendido, mientras anotaba su dirección, un
quinto piso en la calle Milady Horákové, muy cerca del estadio del Sparta
y casi frente al parque Letná, donde se celebraban las grandes concentraciones
de exaltación del régimen comunista checoslovaco.
Aún recuerdo las historias asociadas a esas
exaltaciones nacionales que usted me contó aquella tarde, y muy especialmente
la que me relató referida a Fidel Castro, que uno de aquellos años de plomo y
hierro había sido el invitado de honor para dirigirse a la enardecida multitud.
Y cuando fue presentado con toda la parafernalia al uso, el orador checo dijo: «Permítanme presentarles ahora a quien no
necesita presentación alguna en nuestro país; permítanme introducir a nuestro
queridísimo hermano cubano, a nuestro queridísimo compañero en la revolución
comunista; permítanme introducir al hermano y compañero Fidela Castra».
En ese momento el
líder cubano se acercó, veloz y a grandes zancadas, al atril de oradores y con
voz estentórea bramó: «¿¡Eh!? Menos mal que eres un hermano comunista y que
estoy entre compañeros, que si no… ¿Quién es esa Fidela Castra? ¡Esa no soy yo!
¡Yo soy muy hijo de mi padre y de mi madre! ¡Yo soy Fidel Castro Ruz, coño!». ¡Pobre
Fidel! No había entendido que en la lengua checa los nombres propios se
declinan y toman las desinencias que su función en la oración determina.
Aquella tarde, tal
como me había indicado, acudí a su casa a las 6.28 horas. Me tocó subir por la
escalera hasta la quinta planta. Casi sin respiración, llamé al timbre de su
casa. Enseguida acudió a abrirme una señora que, cortés, me dijo algo en checo,
sin que yo pudiera entenderla. Inmediatamente supuse que era su mujer, que me
daba la bienvenida y me invitaba a entrar en casa. Pero no; ella se mantenía
con la puerta apenas entreabierta y sin franquearme el paso, mientras seguía
explicándose en alta voz.
Menos mal que en
ese momento una voz sin resuello, que iba subiendo por la escalera, dijo: «¡Ya
voy! ¡Lo siento!». Cuando apareció usted, musitó a trompicones: «Reunión Departamento,
en Filozofická fakulta, de Univerzita Karlova v Praze. ¡Discúlpenme!». Y luego, con un suave susurro:
«Mi mujer le está pidiendo que se descalce, que deje aquí fuera los zapatos
antes de entrar en casa».
Gracias, querido profesor, por enseñarme aquella tarde de
septiembre de 2008 que la lengua es necesaria para dialogar con los otros, pero
que, si uno quiere convivir de verdad con otros, con los otros, es
imprescindible también integrar su cultura.
Y, junto con fotografía y firma autógrafa, la carta integra un pie que
dice: Demetrio Fernández González es autor de la novela Sinfonía de Praga (www.sinfoniadepraga.es: La Pajarita Roja editores).
Así es si así os parece,
amigos.
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