26/10/19

¿Morir de amor? (Liebestod)





El pasado domingo, a esa hora torera de las cinco de la tarde, tuve el placer de acudir al Auditorio Nacional de Música a deleitarme durante más de cuatro intensas horas con la ópera Tristán e Isolda, en versión concierto en esta ocasión.

Acompañando a mi buen amigo y compañero de fatigas varias Francisco Cabanillas Peromingo que reúne en su persona tantos méritos—, rodeados de una multitud autumnal, municipal y espesa, con todos los del abono, y que incluía también a todo el quién es quién musical que uno pueda imaginar.


Si no me equivoco, casi a nuestra vera estaban sentados Arturo Reverter (programa de radio “Ars Canendi”, crítico musical y miembro de monor de la Asociación Wagneriana de Madrid), Alberto González Lapuente (programa “El pliegue del tiempo”, con un brazo en cabestrillo), Pablo L. Rodríguez (crítico musical de “El País”, cubriendo el evento para dicho medio, y profesor de Musicología en la Universidad de la Rioja), Juan Lucas (revista “Scherzo” y fundador de la desaparecida tienda-espacio de música “La Quinta de Mahler”), Miguel Ángel Marín (área musical de la fundación Juan March y profesor de Musicología en la Universidad de la Rioja), Antonio del Moral (ex del Centro Nacional de Difusión Musical, del Teatro Real y de la revista “Scherzo”, y hoy día viajero por medio mundo a la búsqueda de las mejores producciones operísticas —¡quién hubiera tal ventura!—) y muchos otros; vamos, todo el gotha de la extensa sociedad musical madrileña.

Música y libreto de Richard Wagner, el gran Wagner, el admirado Wagner de la obra de arte total, Gesamtkunstwerk, que tanto ha inspirado nuestra creación artística.

¡Quién hubiera podido estar en un rinconcito discreto del salón aquella tarde de septiembre de 1857 en que Wagner leyó el libreto de Tristán e Isolda ante su esposa, Minna, su amada musa y acaso otras cosas de esos años, Mathilde Wesendonck, y su futura amante y posterior esposa, Cosima von Bülow! ¡Ay, las mujeres y los hombres, qué cosas suceden entre ellos!


Ah, y con la satisfacción de tener en mis manos y poder ojear la partitura de la obra, inmensa partitura de Tristán e Isolda. ¡Privilegios de la buena compañía en una tarde autumnal!

Dirección de orquesta y del coro masculino de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE), con su flamante director titular al frente, David Afkham, que aún tiene que crecer para asumir retos como este y que, sin embargo, ha superado satisfactoriamente la ocasión.

Solistas: Petra Lang, soprano (Isolda); Violeta Urmana, mezzosoprano (Brangania); Frank van Aken, tenor (Tristán); Roman Sadnik, tenor (Melot); Boaz Daniel, barítono (Kurwenal); Brindley Sherrat, bajo (Marke).

Todo, o casi todo gratificante, Emociones contenidas. Satisfacción artística, ya desde la obertura de la obra. ¡Ay, sus recurrentes leitmotiv! Motivos temáticos, hilos de un tapiz extraordinariamente tupido, elementos estructurales que a veces actúan como presentimiento y anuncio de lo que ha de venir y otras veces como reminiscencia de lo ya acaecido —tal como se señala en el Compleméntum de una novela que yo me sé (Pág. 88)—.

Pero uno espera en una ópera, aunque sea en versión concierto con solistas en escena, no solo música, excelente música, y voces admirables y prodigiosas, que los pobres mortales también esperamos representación: adecuación, decoro y verosimilitud en los personajes que interpretan la peripecia sobre el escenario —emoción a flor de piel, suspensión de la incredulidad—. Y Petra Lang no daba muy bien como la bella princesa irlandesa, la mujer prometida con Marke, que se enamora perdidamente de Tristán a la vez que ha de enamorarnos a nosotros. Y menos verosímil todavía en su papel de Tristán era Frank van Aker, un gordicalvo y casiviejo, muy alejado del noble bretón valeroso y esbelto, heredero e hijo adoptivo de Marke que esperaríamos. ¿Podemos pretender que los espectadores vivan y sientan el amor pasional, descontrolado, pecaminoso e ilícito entre Tristán e Isolda en las personas de Petra Lang y Frank van Aker, o resulta creíble la deliciosa y sublime muerte de amor wagneriana (Liebestod) del tercer acto entre esos dos intérpretes?


Es de agradecer a la OCNE el loable esfuerzo de incluir el libreto bilingüe en el programa de mano (con traducción al castellano de Ángel-Fernando Mayo), y de proyectarlo en la sala durante la representación. ¿Pero por qué Tristán e Isolda aparecían como Tristan e Isolde, en alemán, en los paneles durante la representación si son nombres tan bien asentados en nuestra cultura artística y literaria desde hace más de cinco siglos?

Y en las pausas o al abandonar la sala al final de la larga sesión se podían oír comentarios como estos: «El sonido de la ONE ha sido compacto, oscuro, suntuoso, de altísima calidad, deslumbrante». «Hemos oído intervenciones especialmente brillantes de las maderas, como en los solos de clarinete bajo y corno inglés». O «la voz de más calidad de todo el elenco ha sido la de Violeta Urmana, una Brangania primorosa, de emisión mórbida, voz en punta, dicción impecable y porte señorial». Para que alguna otra voz autorizada añadiera: «Al lado de Violeta, la Lang parecía la criada».

Algún otro criticaba a Frank van Aken, e indicaba que la voz de Tristán sonaba «desenfocada, en ocasiones con un vibrato descontrolado». Y algún otro añadía: «En el agudo, a menudo calante, tiende a la estridencia. Eso cuando lo da: el si natural sobre “Gab er es preis!” en el primer acto apenas duró un microsegundo».

«Pues la música disonante que se oye cuando Tristán maldice el filtro, la más avanzada de toda la obra, que anticipa lo que vendrá casi medio siglo después, no sonó todo lo desestabilizadora y chirriante que debiera», añadía alguno.

«Y estaréis conmigo, dijo otro, que el bajo inglés Brindley Sherratt protagonizó uno de los momentos estelares de la noche: Con su voz noble, pastosa, homogénea, magnifico legato y variedad de acentos, delineó un Marke exquisito, conmovedor».

«Nos ha admirado la cuerda bien disciplinada de la ONE, un buen metal y una madera excepcional, que contó con brillantes solos de clarinete bajo, de Eduardo Raimundo Beltrán, y de corno inglés, de José María Ferrero de la Asunción», decía otro más allá.

«Ah, y prácticamente no se escuchó incidencia alguna, si exceptuamos la dificilísima entrada de las trompas en el preludio del tercer acto o un despiste de los fagotes en la muerte de Tristán», añadía otro que no quería ser menos.

«¿Y qué me decís del celebérrimo acorde de Tristán, ese acorde formado por las notas fa, si, re y sol?». Y para los que ponían cara de no haber entendido muy bien, añadía: «Parte de la nota más grave (fa), una cuarta aumentada (si), una sexta aumentada (re) y una novena aumentada (sol)». Y concluía: «Se trata del primer acorde que se escucha en el movimiento langsam und schmachtend (lento y languideciendo)».

«Las cuatro notas iniciales de la obertura de la obra marcan el comienzo del precipicio atonal por el que todo se deslizaría más tarde en la música occidental. Esas notas iniciales encarnan el estado de ánimo de nuestra civilización a lo largo de los dos últimos siglos y el histérico sofisma de nuestras frustraciones», reflexionaba otro.


«En el conocido Liebestod final, la orquesta alcanza su cenit final, con el clímax a mitad del número con la orquesta a pleno rendimiento y terminando con la emotividad deseada», decía alguien a mi lado, cuando ya salíamos de la sala.

«¡Y luego dicen que no hubo sexo, solo un amor imposible entre Richard Wagner y Mathilde Wassendonck, la mujer del comerciante que le prestó a Wagner y a su mujer una casa en la que alojarse en Zúrich cuando tuvo que huir de Dresde por haber participado en los movimientos revolucionarios de 1848! Fue en ese momento cuando paralizó su gigantesca composición de El anillo del Nibelungo para adentrarse en Tristán e Isolda».

«Existe un antes y un después en la historia de la música universal tras la sacudida ansiosa y exuberante de Tristán e Isolda», valora uno. «Wagner la compuso inmerso en el desolado latido de un amor imposible, ese amor que sentía por Mathilde Wassendonck, la mujer del comerciante que le prestó a él y a su mujer una casa en la que alojarse», añade otro.


«Pues, no; no hubo sexo entre Richard Wagner y Mathilde Wassendonck, que solo sintieron una pasión no consumada, un suplicio mutuo para los dos, que se transforma en delirio al degustar esta obra de arte sin precedentes cuando trasluce en cada pentagrama la ansiedad de lo imposible», argumenta uno de más allá.

Y un poco más lejos, cuando, concluida ya la representación, emocionados y habitados por nuestros pensamientos, nos acercábamos a la puerta de salida hacia la calle, una joven pareja entre arrumacos amorosos susurraba así: «¿Pero han matado a Tristán o no?», decía él. «¿No se habían bebido un veneno?», preguntaba ella.

Y si hemos de resaltar una sola palabra en el libreto de la obra esa es, sin duda, “Ewig!” (¡Eternamente!), que aparece con frecuencia en la obra (ewig ihr nur zu leben ohne End… ewig einig —vivir eternamente solo para ella, sin fin…eternamente unidos—), y que, como muy bien saben los buenos lectores, se reitera en esa novela que tú y yo sabemos:

Así sucede en el final de la Sinfonía n.º 8, en mi bemol mayor, “Sinfonía de los Mil”, de Gustav Mahler, en la última intervención del Doctor Marianus y el cierre del coro, fáustico, goethiano: «Das Ewig–Weibliche zieht uns hinan» (El eterno femenino nos impulsa) (Pág. 410); o en los versos finales que concluyen el sexto movimiento de La canción de la tierra de Mahler con un reiterado «Ewig... ewig...» (Eternamente... eternamente...): la naturaleza, que se renueva año tras año, y que permanece estable a pesar de que el hombre camine, inexorablemente, hacia la muerte (Pág. 413); o en el «Ewig war ich, ewig bin ich, / ewig in süß sehnender Wonne, doch ewig zu deinem Heil!» (Eterna fui, eterna soy, / eterna en ese placer dulce y ansioso, pero siempre para tu bien), que canta Brunilda (Brünnhilde) en el dúo amoroso final de El ocaso de los dioses (Escena tercera del acto III) (Compleméntum: 190)… y así hasta el infinito.

Finalmente, para concluir estas reflexiones, Richard Wagner ha venido a acompañarnos y a hacernos la vida más gozosa con su Muerte de amor (Liebestod): «Deseo sexual y muerte, por fin conjuntados, con Schopenhauer al fondo, en la escena final de la ópera, unión última y definitiva del caballero Tristán y la princesa Isolda a través de la muerte» (Pág. 274 de esa novela que tú y yo sabemos).




 

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