Si echamos la vista atrás, tal día como ayer, 16 de junio,
cuando las sombras de la noche comenzaban a adueñarse de Praga veríamos a
Lieserl Einstein, recién llegada a la ciudad, inclinada sobre la mesa, escribiendo
su Diario:
16.VI 1930. El tren se
detuvo suavemente en Hlavní nádraží, la estación central de trenes de
Praga. Bajé el cristal de la ventana del compartimento, asomé la cabeza y
divisé a Otto y a Max entre la multitud que se agolpaba en el andén. Les hice
señas con la mano, agitando el brazo, a la vez que les llamaba a voz en grito.
Tan pronto me vieron, me respondieron alborozados y comenzaron a acercarse
trotando, abriéndose paso como dos esbeltos jinetes entre la multitud,
manteniendo erguidas sus cabezas para que no les perdiera de vista entre la
masa abigarrada de gente. Cuando lograron llegar hasta mi compartimento, a
través de la ventana les fui dando mi equipaje –dos grandes maletas, una caja
un poco desvencijada y un baúl de madera– y me quedé únicamente con mi bolso.
Luego, con el porte de una reina, recorrí el pasillo para acercarme a la
puerta. Quería bajar enseguida, abrazarlos y agradecerles su calurosa acogida.
En ese momento
el tren dio un brusco tirón, como el respingo de un animal que se encuentra en
los estertores de la muerte, en sentido contrario a la marcha que habíamos
traído, provocando diversos chillidos y gritos y haciendo caer a varias de las
personas que nos apretujábamos en las proximidades de la puerta. Aunque me
golpeé en la pierna derecha y me hice un pequeño corte en la frente, conseguí
mantenerme a flote, salir rápidamente hacia la multitud que se apiñaba en el
andén y fundirme en un abrazo con Max y con Otto.
Fue entonces
cuando un rumor recorrió la estación: Un guardagujas había sido atropellado al
no percatarse del retroceso del tren, partiendo su cuerpo por la mitad. «¡Una
muerte horrible!», decía una señora a mi lado. «Al contrario, señora; una
muerte muy sencilla, casi instantánea», le replicó Max. Y Otto añadió
musitando, como entre dientes: «Es un mal presagio». Cuando le miré, un poco
sorprendida por su comentario, añadió: «Pero somos una familia feliz; o al
menos lo parecemos; y en modo alguno una familia desdichada». En ese instante
le entendí plenamente y capté todo el significado y las resonancias que tenían
sus palabras. Otto, el bueno de Otto, el ser que es capaz de aunar en su sola
persona lo mejor de la innovación y la ciencia junto con una gran sensibilidad
para el mundo del arte y la literatura, Tolstói incluido.
¡Qué feliz me
sentía, avanzando entre la multitud, con Otto y Max unas veces casi a mi vera,
otras detrás de mí, llevando el baúl cogido entre los dos, con la caja,
bamboleándose encima, y una pesada maleta cada uno en la mano que les quedaba
libre! Y yo abriéndome paso, abriéndoles paso entre la abigarrada multitud, mar
de olas a través del cual intentaba lograr un hueco suficiente como para poder
acceder a la ciudad de mis sueños, a la Praga adorada, donde espero ser feliz y
encontrar lo que estoy buscando.
¿Qué estoy
buscando, Dios mío? ¿A quién estoy buscando en esta Praga –que no es Dublín ni
es Moscú– un día como hoy, cuando ya el rubicundo Apolo ha tendido por la faz
de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos,
como habrá de escribir el sabio narrador que estos hechos ha de relatar en los
venideros tiempos?
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