El pasado
domingo, a esa hora torera de las cinco de la tarde, tuve el placer de acudir
al Auditorio Nacional de Música a deleitarme durante más de cuatro intensas horas
con la ópera Tristán e Isolda, en versión concierto en esta ocasión.
Acompañando a mi buen amigo y compañero de fatigas varias
Francisco Cabanillas Peromingo —que reúne en su
persona tantos méritos—, rodeados de una multitud autumnal, municipal y
espesa, con todos los del abono, y que incluía también a todo el quién es quién musical que uno pueda
imaginar.
Si no me equivoco, casi a nuestra vera estaban sentados Arturo Reverter (programa de radio “Ars Canendi”, crítico musical y miembro de monor
de la Asociación Wagneriana de Madrid), Alberto González Lapuente (programa “El
pliegue del tiempo”, con un brazo en cabestrillo), Pablo L. Rodríguez (crítico
musical de “El País”, cubriendo el evento para dicho medio, y profesor de
Musicología en la Universidad de la Rioja), Juan Lucas (revista “Scherzo” y
fundador de la desaparecida tienda-espacio de música “La Quinta de Mahler”), Miguel
Ángel Marín (área musical de la fundación Juan March y profesor de Musicología
en la Universidad de la Rioja), Antonio del Moral (ex del Centro Nacional de Difusión Musical, del
Teatro Real y de la revista “Scherzo”, y hoy día viajero por medio mundo a la
búsqueda de las mejores producciones operísticas —¡quién
hubiera tal ventura!—) y muchos otros; vamos, todo el gotha de la extensa sociedad musical
madrileña.
Música y libreto de Richard Wagner, el gran Wagner,
el admirado Wagner de la obra de arte total, Gesamtkunstwerk, que tanto
ha inspirado nuestra creación artística.
¡Quién hubiera podido
estar en un rinconcito discreto del salón aquella tarde de septiembre de 1857 en
que Wagner leyó el libreto de Tristán e Isolda ante su esposa, Minna, su amada musa y acaso otras
cosas de esos años, Mathilde Wesendonck, y su futura amante y posterior esposa,
Cosima von Bülow! ¡Ay, las mujeres y los hombres, qué cosas suceden entre ellos!
Ah, y con la
satisfacción de tener en mis manos y poder ojear la partitura de la obra,
inmensa partitura de Tristán e Isolda. ¡Privilegios de la buena compañía en una tarde
autumnal!
Dirección de orquesta y del
coro masculino de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE), con su
flamante director titular al frente, David Afkham, que aún tiene que crecer para asumir retos como este y
que, sin embargo, ha superado satisfactoriamente la ocasión.
Solistas: Petra Lang, soprano (Isolda); Violeta Urmana,
mezzosoprano (Brangania); Frank van Aken, tenor (Tristán); Roman Sadnik, tenor
(Melot); Boaz Daniel, barítono (Kurwenal); Brindley Sherrat, bajo (Marke).
Todo, o casi todo gratificante, Emociones contenidas. Satisfacción artística, ya desde la obertura de la obra. ¡Ay, sus recurrentes leitmotiv!
Motivos temáticos, hilos de un tapiz extraordinariamente tupido, elementos
estructurales que a veces actúan como presentimiento y anuncio de lo que ha de
venir y otras veces como reminiscencia de lo ya acaecido —tal como se
señala en el Compleméntum de una novela que yo me sé (Pág. 88)—.
Pero uno
espera en una ópera, aunque sea en versión concierto con solistas en escena, no
solo música, excelente música, y voces admirables y prodigiosas, que los pobres
mortales también esperamos representación: adecuación, decoro y verosimilitud
en los personajes que interpretan la peripecia sobre el escenario —emoción a
flor de piel, suspensión de la incredulidad—. Y Petra Lang no daba muy bien
como la bella princesa irlandesa, la mujer prometida con Marke, que se enamora perdidamente
de Tristán a la vez que ha de enamorarnos a nosotros. Y menos verosímil todavía
en su papel de Tristán era Frank van Aker, un gordicalvo y casiviejo, muy
alejado del noble bretón valeroso y esbelto, heredero e hijo adoptivo de Marke
que esperaríamos. ¿Podemos pretender que los espectadores vivan y sientan el
amor pasional, descontrolado, pecaminoso e ilícito entre Tristán e Isolda en
las personas de Petra Lang y Frank van Aker, o resulta creíble la deliciosa y
sublime muerte de amor wagneriana (Liebestod)
del tercer acto entre esos dos intérpretes?
Es de agradecer a la OCNE el loable esfuerzo de
incluir el libreto bilingüe en el programa de mano (con traducción al castellano
de Ángel-Fernando Mayo), y de proyectarlo en la sala durante la representación.
¿Pero por qué Tristán e Isolda aparecían como Tristan e Isolde, en alemán, en
los paneles durante la representación si son nombres tan bien asentados en nuestra
cultura artística y literaria desde hace más de cinco siglos?
Y en las pausas o al abandonar la sala al final de
la larga sesión se podían oír comentarios como estos: «El sonido de la ONE ha
sido compacto, oscuro, suntuoso, de altísima calidad, deslumbrante». «Hemos
oído intervenciones especialmente brillantes de las maderas, como en los solos
de clarinete bajo y corno inglés». O «la voz de más calidad de todo el elenco ha
sido la de Violeta Urmana, una Brangania primorosa, de emisión mórbida, voz en
punta, dicción impecable y porte señorial». Para que alguna otra voz autorizada
añadiera: «Al lado de Violeta, la Lang parecía la criada».
Algún otro criticaba a Frank van Aken, e indicaba
que la voz de Tristán sonaba «desenfocada, en ocasiones con un vibrato
descontrolado». Y algún otro añadía: «En el agudo, a menudo calante, tiende a
la estridencia. Eso cuando lo da: el si natural sobre “Gab er es preis!”
en el primer acto apenas duró un microsegundo».
«Pues la música disonante que se oye cuando Tristán
maldice el filtro, la más avanzada de toda la obra, que anticipa lo que vendrá
casi medio siglo después, no sonó todo lo desestabilizadora y chirriante que
debiera», añadía alguno.
«Y estaréis conmigo, dijo otro, que el bajo inglés
Brindley Sherratt protagonizó uno de los momentos estelares de la noche: Con su
voz noble, pastosa, homogénea, magnifico legato y variedad de acentos, delineó
un Marke exquisito, conmovedor».
«Nos ha admirado la cuerda bien disciplinada de la
ONE, un buen metal y una madera excepcional, que contó con brillantes solos de
clarinete bajo, de Eduardo Raimundo Beltrán, y de corno inglés, de José María
Ferrero de la Asunción», decía otro más allá.
«Ah, y prácticamente no se escuchó incidencia
alguna, si exceptuamos la dificilísima entrada de las trompas en el preludio
del tercer acto o un despiste de los fagotes en la muerte de Tristán», añadía
otro que no quería ser menos.
«¿Y qué me decís del celebérrimo acorde de Tristán,
ese acorde formado por las notas fa, si, re♯ y sol♯?». Y
para los que ponían cara de no haber entendido muy bien, añadía: «Parte de la
nota más grave (fa), una cuarta aumentada (si), una sexta aumentada (re♯) y
una novena aumentada (sol♯)». Y concluía: «Se trata del primer acorde que se
escucha en el movimiento langsam und schmachtend (lento y
languideciendo)».
«Las cuatro notas iniciales de la obertura de la
obra marcan el comienzo del precipicio atonal por el que todo se deslizaría más
tarde en la música occidental. Esas notas iniciales encarnan el estado de ánimo
de nuestra civilización a lo largo de los dos últimos siglos y el histérico
sofisma de nuestras frustraciones», reflexionaba otro.
«En el
conocido Liebestod final, la orquesta alcanza su cenit final, con el
clímax a mitad del número con la orquesta a pleno rendimiento y terminando con
la emotividad deseada», decía alguien a mi lado, cuando ya salíamos de la sala.
«¡Y luego dicen que no hubo sexo, solo un amor
imposible entre Richard Wagner y Mathilde Wassendonck, la mujer del comerciante
que le prestó a Wagner y a su mujer una casa en la que alojarse en Zúrich cuando
tuvo que huir de Dresde por haber participado en los movimientos
revolucionarios de 1848! Fue en ese momento cuando paralizó su gigantesca
composición de El anillo del Nibelungo para adentrarse en Tristán e
Isolda».
«Existe un antes y un después en la historia de la
música universal tras la sacudida ansiosa y exuberante de Tristán e Isolda»,
valora uno. «Wagner la compuso inmerso en el desolado latido de un amor
imposible, ese amor que sentía por Mathilde Wassendonck, la mujer del
comerciante que le prestó a él y a su mujer una casa en la que alojarse», añade
otro.
«Pues, no; no hubo sexo entre Richard Wagner y Mathilde
Wassendonck, que solo sintieron una pasión no consumada, un suplicio mutuo para
los dos, que se transforma en delirio al degustar esta obra de arte sin
precedentes cuando trasluce en cada pentagrama la ansiedad de lo imposible»,
argumenta uno de más allá.
Y un poco más lejos, cuando, concluida ya la
representación, emocionados y habitados por nuestros pensamientos, nos
acercábamos a la puerta de salida hacia la calle, una joven pareja entre
arrumacos amorosos susurraba así: «¿Pero han matado a Tristán o no?», decía él.
«¿No se habían bebido un veneno?», preguntaba ella.
Y si hemos de resaltar una sola palabra en el
libreto de la obra esa es, sin duda, “Ewig!” (¡Eternamente!), que
aparece con frecuencia en la obra (ewig ihr nur zu leben ohne End… ewig
einig —vivir eternamente solo para ella, sin fin…eternamente unidos—), y
que, como muy bien saben los buenos lectores, se reitera en esa novela que tú y
yo sabemos:
Así sucede en el final de la Sinfonía
n.º 8, en mi bemol mayor, “Sinfonía de los Mil”, de Gustav Mahler, en la
última intervención del Doctor Marianus y el cierre del coro, fáustico,
goethiano: «Das Ewig–Weibliche zieht uns
hinan» (El eterno femenino nos
impulsa) (Pág. 410); o en los versos finales que concluyen el sexto movimiento
de La canción de la tierra de Mahler
con un reiterado «Ewig... ewig...» (Eternamente... eternamente...):
la naturaleza, que se renueva año tras año, y que permanece estable a pesar de
que el hombre camine, inexorablemente, hacia la muerte (Pág. 413); o en el «Ewig war ich, ewig
bin ich, / ewig in süß sehnender Wonne, doch ewig zu deinem Heil!» (Eterna fui, eterna soy, /
eterna en ese placer dulce y ansioso, pero siempre para tu bien), que canta Brunilda (Brünnhilde) en el dúo amoroso final
de El ocaso de los dioses (Escena tercera
del acto III) (Compleméntum: 190)… y así hasta el infinito.
Finalmente, para concluir estas reflexiones, Richard
Wagner ha venido a acompañarnos y a hacernos la vida más gozosa con su Muerte de amor (Liebestod):
«Deseo sexual y muerte, por fin conjuntados, con
Schopenhauer al fondo, en la escena final de la ópera, unión última y
definitiva del caballero Tristán y la princesa Isolda a través de la muerte» (Pág. 274 de esa novela que tú y yo sabemos).
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