Y todo
ello realizado con voluntad de estilo: lo que hemos de decir, digámoslo, pero digámoslo como
hay que escribirlo y no de otra cualquier manera, como se escribe que escribió
Fernán Gonzalo en La educación del
Príncipe, tal cual recoge el exergo.
El texto se hace
autónomo, autosuficiente. El relato cuenta historias, leyendas, hechos,
aventuras, realidades o ficciones, ensoñaciones incluso, pero las cuenta a
través del lenguaje, y no de cualquier lenguaje, sino de aquel con el que debe
hacerlo, del que le es propio a la obra. Traicionar al lenguaje específico,
apropiado, le mot juste de Flaubert,
el nombre exacto de las cosas de Juan Ramón Jiménez (Que mi palabra sea / la cosa misma) —voluntad de estilo, al fin—,
sería no presentar una obra conclusa, acabada, perfecta, cerrada, una obra
plena y suficiente; sería traicionar el oficio, al escritor que llevamos
dentro; sería menospreciar la vida que llevamos viviendo, que tenemos vivida, y
hacer que la vergüenza deba sobrevivirnos, retomando la Carta al padre de Kafka o el final de El proceso.
Del “Prospecto” de Sinfonía de Praga
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